viernes, 20 de julio de 2012

COMUNIÓN de Mary Rancel


MARY,
Nos has hablado de la presencia grande e importantísima de tu padre en tu vida, dejando patente tu gran amor por él.  Cuéntanos ahora, si te parece,  algo de la niña que fuiste en medio de alguna anécdota de la infancia relacionada con tu madre





Mi madre fue una mujer generosa, de carácter dinámico y alegre.  A mamá nadie le enseñó a hacer nada –salvo las tareas del hogar–.  Sin embargo, ella lo hacía todo.  Era autodidacta; aprendió sola fijándose en los demás.  Cocinaba muy bien, también sabía coser, bordar, calar, hacía calceta y ganchillo y todo lo que se le ponía por delante.  Además, era una apasionada de la lectura y entusiasta del teatro y la poesía.
Hice mi primera comunión cuando tenía siete años que, en esa época, era la edad reglamentaria.  Fue mi madre la que se encargó de hacerme el vestido.  Era en organdí blanco con muchas alforzas y entredoses de encaje; también elaboró algunos complementos.  Compró tul y me hizo el velo, la coronita para la cabeza con cinta de raso y también la limosnera.  Sólo compraron los guantes, el misal y el rosario.
Como es natural, las que íbamos a recibir el sacramento, estábamos emocionadas y nerviosas.  Por supuesto, ¡muy guapas! y los niños, igualmente.  Éstos iban en otra fila –nunca revueltos– era lo preceptivo entonces.
Al terminar la ceremonia, tuvimos un desayuno colectivo en la plaza de la iglesia, con chocolate, café con leche, churros y galletas.  Así fue la celebración; para todos lo mismo.  Estábamos muy felices con ello.  Recuerdo perfectamente que me estaba tomando mi chocolate con una galleta cuando un niño que pasaba corriendo, tropezó conmigo e hizo que el contenido de la taza se me derramara por todo el vestido.  ¡Horror! Ya no podría salir en la procesión del Corpus que sería el jueves siguiente.  Mi madre me echó la consiguiente regañina por no haber tenido cuidado.  Mi padre salió al quite diciéndole que el asunto se solucionaría con un lavado y planchado.
El vestido,  una vez lavado, se encogió tanto, que me quedaba pequeño.  Mamá seguía insistiendo en que yo no podía faltar a la procesión y pidió un vestido prestado a la madre de una niña que había hecho la comunión el año anterior.
Solucionado el problema, pude asistir con todas las demás niñas y niños, a la procesión del Corpus.  Una vez más, mamá me había hecho feliz.


2 comentarios:

  1. Comunión: sacramento y vínculo indestructible de madre e hija que, a pesar de los avatares de la vida, permanece inalterable. Bello, cercano y sincero relato que nos acerca al sentimiento. ¡Bien hecho!.

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  2. NO ESPERABA MENOS DE TI,ES UN COMENTARIO MUY OPORTUNO.GRACIAS

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