Hoy quiero hacer memoria de una historia que llevo
en mi corazón.
Mi abuelita se llamaba Martina. Nació en el pueblo de Puntallana, isla de La
Palma. Allí vivió junto a sus seres
queridos; sus padres, hermanos y demás familiares hasta que, ya en su juventud,
sin esperarlo y por sorpresa, apareció en su vida un joven llamado Andrés. Con el tiempo, decidieron unirse en
matrimonio y en ese trayecto de su vida, tuvieron dos hijos; uno de ellos fue
mi padre. De esto hace ya mucho más de
un siglo.
El trabajo del campo era muy duro y muchas personas
de aquel pueblo emigraban a Cuba, en busca de mejor porvenir. Mis abuelos tuvieron ese pensamiento y
decidieron un día realizar el viaje.
Mi abuela, mujer de campo, veía el mar y su lejanía y, cuando pasaban
los barcos, le decía a mi abuelo que parecían barquitos de papel en medio de
aquella inmensidad. Aunque con mucho
miedo, mi abuelo finalmente, pudo convencerla.
Hicieron el viaje con sus dos niños. Se instalaron en La Habana y contaban que lo
pasaron muy bien. Pasados los años, uno
de los niños enfermó. Mi abuela nos
decía que lo vieron varios médicos pero el niño seguía malo. Un día, mi abuelo le comentó, vámonos para
Canarias para que nuestro hijo muera allí.
Ella, la pobre, aunque tuviera que pasar el miedo de subir nuevamente a
aquel barquito de papel, se decidió, y juntos, regresaron a su tierra.
Todos los vecinos los recibieron con mucho cariño y,
al mis abuelos comentarles el motivo de su regreso, todos les informaron que
había por allí una señora de esas que llamamos curanderas que tal vez pudiera
ayudarles. Así allí se fue mi abuela y
la curandera le aseguró que ella podía curar a su niño. Aunque le costó mucho confiar en ella,
después de haber pasado por las manos de tantos médicos sin ningún resultado,
aceptó que tal vez existieran los milagros y… así fue. Dios creó este milagro; el niño se curó y
murió, después de una larga vida, cuando tenía noventa años.
Es una historia triste pero real. Mi abuela en su día se quedó viuda y no se
fue nunca más de su pueblo.
En Cuba se había acostumbrado a fumar cachimba, como
ella misma decía. Recuerdo que, siendo
yo una niña, me repetía siempre, ¡tú no hagas esto, mi niña!.
En su pueblo natal terminó sus días. Había sido muy
buena para todos los suyos. Sólo tuvo
dos nietos a los que quiso mucho, igual que nosotros a ella. Cuando Dios la llamó, ya tenía muchísimos
años.
Su recuerdo aún perdura. Es muy grande y muy bonito. Hasta el cielo envío una oración y todo
nuestro cariño.