Era el día de su santo e invitó a sus cuatro amigos
a la celebración. Llegaron al domicilio
a la hora indicada –sabían que le gustaba la puntualidad–. Le llevaron por obsequio, una botella de
excelente vino gran reserva. Entraron
directamente al saloncito y saludaron al anfitrión con efusividad, luego se
acomodaron en los confortables sillones.
Acto seguido, entró el mayordomo, que saludó con cortesía a los
invitados. Portaba un carrito lleno de
exquisiteces, licores variados y una pequeña tarta que partió en porciones,
colocándolas en platos, para cada uno de los presentes, luego de lo cual salió
de la estancia haciendo una ligera inclinación de cabeza.
La velada resultó muy amena y, como colofón,
acordaron abrir el vino y brindar. Se
pusieron en pie; el anfitrión fue el primero en tomar un sorbo y, nada más
hacerlo, cayó desplomado al suelo, como fulminado por un rayo. Todos se quedaron pasmados. Llamaron al mayordomo que llegó enseguida y,
al ver a su jefe tendido en el suelo, le tomó el pulso, tocó su cuello y dijo,
está muerto, no tiene latido.
-¿Quién lo ha hecho? ¿Quién de ustedes ha matado al
señor? –añadió desafiante.
Su voz era trémula y tenía el rostro demudado por la
sorpresa. Miró a los asistentes,
escrutándoles y susurró para sí, le han envenenado con el vino, ¡traidores,
malos amigos!
Uno de los presentes cogió el móvil y marcó el 112,
pidiendo una ambulancia que, presta, acudió al lugar. El médico examinó al hombre concienzudamente.
-Esta persona padece de catalepsia y le ha dado un
ataque, tardará algún tiempo en recuperarse –comentó, añadiendo:
-Hace años, se llegó a enterrar a algún prójimo pensando
que había fallecido. Los signos de esa
enfermedad simulan la muerte.
Todos miraron al mayordomo y uno de ellos se dirigió
a él y le soltó en tono grave:
-Pensamos que habías sido tú y querías
encasquetarnos al muerto. Menos mal que
todo ha quedado en un susto.
El lector cerró el libro aliviado, le había gustado
el desenlace de la historia que le había mantenido expectante desde el
principio.
-Por una vez, el mayordomo no es el asesino. Ya era hora de cambiar ese clásico final –pensó para
sí.