No cabe duda; los
carnavales de Santa Cruz han formado parte de nuestra vida. Son muchos los recuerdos que afloran en estos días y nos transportan a
tiempos pasados, haciéndonos revivir épocas felices de nuestra infancia y
juventud.
Recuerdo cuando tenía
ocho años, estar jugando con mi hermano de seis, en la acera de mi casa –cuando
los carnavales eran disfrazados con el
nombre de Fiestas de Invierno –y una máscara alta y gruesa, vestida de mora,
toda de blanco, la cabeza tapada con un pañuelo rojo y la cara con un velo de
seda, se acercó a nosotros y empezó a decirnos cosas. Pronto, algunos vecinos fueron saliendo de
sus casas para colocarse a su alrededor; trataban de averiguar quién era, pero
no lo consiguieron. La mascarita, que
hacía gala de conocerlos a todos, se divirtió gastándoles bromas y, cuando se
cansó, se fue por donde había venido.
Mi hermano y yo
seguimos jugando y, cuando entramos en nuestra casa para almorzar, le contamos
a nuestra madre lo bien que lo habíamos pasado con la máscara y lo que nos
habíamos divertido. Ella, riéndose, nos
decía que no le contásemos cuentos, que eso no podía ser verdad, al mismo
tiempo que dirigía la mirada al sillón más grande de la sala donde, puestas de
cualquier manera, se encontraban dos sábanas blancas, un pañuelo rojo y un velo
de seda.