Nunca había sentido tanto miedo como
aquel atardecer en el que salí al jardín de la casa rural y presencié la
escena. Vi a un hombre empujar a una
mujer al vacío por el acantilado. Luego,
miró hacia abajo un momento, se limpió las manos con un pañuelo que llevaba en
el bolsillo –donde lo volvió a guardar –y se marchó sin mirar hacia atrás.
Quedé petrificada, no podía mover un
músculo y menos pensar. Pasó un rato
hasta que reaccioné y llamé a la policía.
Les conté cuanto había visto, haciendo una somera descripción del
individuo y de los hechos. Rápidamente
llegaron a la casona en dos coches, seguidos por una ambulancia. Les indiqué el sitio exacto en que acaeció el
trágico suceso. De inmediato, dos de los policías dispusieron unas cuerdas con
arneses que acoplaron a sus cuerpos, bajaron la abrupta pared deslizándose con
pericia hasta localizar el cuerpo inanimado –a unos cincuenta metros de
profundidad –. Al subir y alcanzar
tierra firme, anochecía. Pude ver como
sus caras reflejaban indiferencia, por la costumbre, pensé. Cuando sacaron el cuerpo, mi sorpresa fue
mayúscula, no supe qué hacer. Demudada y poseída por el desconcierto, me
senté en el muro que separaba el jardín del abismo y respiré hondo.
–No se preocupe, señora –me dijo uno de
los agentes. Usted no es responsable de nada; esto, aunque no suele ocurrir, es
viable. Cumplió con su deber al
telefonearnos.
–Estoy avergonzada –dije ruborizada y
con un hilo de voz, musité –perdonen, era tan real…, jamás hubiera sospechado
que lo que mis ojos vieron pudiera ser un simulacro realizado con una muñeca
articulada.
Les aseguro que esa noche no pude
conciliar el sueño.