Resultaba grotesco verle, ubicado en una zona del
parque, con los brazos extendidos, la cabeza enfundada en un viejo sombrero de
paja, el cuerpo cubierto con un traje raído, las mangas de la camisa asomando
bajo la chaqueta, al final de las cuales contrastaba, por lo inusual para su
indumentaria, el resalte de dos brillantes piedras de unos gemelos. Llevaba también una corbata a rayas, llena de
mugre, calzaba unas botas desgastadas y además cargaba sobre la nariz la
montura de pasta de unas gafas pasadas de moda.
Era el espantapájaros, así se le conocía en el pueblo, pero él no hacía
honor a su nombre, pues las palomas se posaban por todo su cuerpo y algún que
otro gorrión osado picoteaba el sombrero que cubría su cabeza. Estaba convencido de que su misión no era
asustar a las aves; las consideraba sus amigas.
Tiempo atrás, el ahora espantapájaros, había
transmitido sus conocimientos a muchos niños que lo habían querido por lo que
era y lo que hacía. Los padres de sus
alumnos lo apreciaban y valoraban su trabajo.
Pero…, el tiempo transcurrió y llegó la edad de la jubilación y
entonces, él marchó de la ciudad, a conocer otros lugares.
No se sabe cómo, pero el desánimo se apoderó de su
persona y sólo hallaba consuelo en el alcohol; y él fue quien lo llevó a encontrase
en las actuales circunstancias. Nadie
sabía quién era ni de donde venía.
Sencillamente, lo llamaron espantajo o espantapájaros y él lo aceptó.
Su único consuelo era el haber instruido a muchas
personas, haberles ayudado a forjarse un futuro aunque, algunos de ellos, ahora
pasaran a su lado sin reconocerle.
Finalmente, encontró cobijo en una residencia de
ancianos donde, seguramente será feliz.