martes, 25 de noviembre de 2014

¡QUÉ PENA! Natividad Morín


         Crispín se dio cuenta de que ya los vecinos no mandaban tantas cartas como antes, ¿por qué sería?, con lo que bien que se lo pasaba él leyendo los escritos: secretos de amores, desamores, adulterio…Sí, ya sé que soy un chismoso –se decía– pero era tan aburrido ser un buzón y aquella era la única forma de pasar algún momento divertido.  Si los vecinos supieran que él conocía sus secretos, seguro que lo denunciarían, pero pensándolo bien, ¡eso es una locura!; ¿cómo se puede denunciar a un buzón que no tiene vida?, él sólo era una cosa redonda, de cemento amarillo con una puerta pequeña y una ranura para meter las cartas.
         Un día, Crispín salió de dudas; gracias a una chica que colocó en él una carta, se enteró que la culpa la tenía internet, el móvil con su whatsapp, ¡qué rabia!, ¿por qué lo habrán inventado? ¡con lo bonito que es escribir y contar sus cosas…y de paso, él podía enterarse de todo.
         No se dan cuenta de que mandar cartas es más barato y así practican la escritura, ¡qué pena!, de ahora en adelante todo será distinto, y Crispín se volverá un buzón triste y aburrido.




EL COMIENZO Mary Rancel





         Terminábamos de cenar cuando escuchamos un extraño sonido que provenía del patio.  Quedamos expectantes un instante.  He dicho bien; ¡un instante!, porque avivadamente nuestras voces se entrecruzaron exponiendo cada uno su idea acerca del ruido y de qué, o quién podía producirlo.  Entre la algarabía, mis padres convinieron:
         –Son cosas del viento, sacudió las hojas secas del otoño.  No hay porque alarmarse.
         –Fue un cohete de la fiesta del barrio, cayó en el patio como cada año.  No pasa nada –farfulló entre dientes mi tío.
         –Es inequívoco, ha sido la gata en busca de la tortuga para jugar con ella, que movió las ramas de la madreselva.  El ruido fue tenue –afirmaron convencidos los abuelos.
         Por último, yo, el pequeño de la casa, exclamó:
         –¡Se equivocan todos!, ¡fue mi despertador!  Lo dejé en el borde del macetón del limonero con la alarma puesta; sabía que se escucharía en medio del mutismo de la cena y propiciaría una velada divertida, no como de costumbre; siempre enmudecidas, mirando al televisor mientras comen.  ¡Si parecen atontados! –y mostrando mi pícara y ancha sonrisa, añadí gritando– ¡He dado en el clavo! ¿A qué sí?  Ya pueden irse preparando porque este es el comienzo de muchas y divertidas sobremesas.  





VERSIÓN ORIGINAL Dolores Fernández Cano



         He de empezar diciendo que lo que voy a narrar se me ocurrió en una tarde calurosa y aburrida del mes de agosto.
         Sucedió un domingo cualquiera en un piso cualquiera, donde se escuchaba de fondo la canción interpretada por Joan Manuel Serrat, “Hoy puede ser un gran día”.  Yurena, al mismo tiempo que oye esta melodía, se acicala con esmero frente al coqueto espejo del cuarto de baño.  Mientras todos descansan por ser festivo, ella, algo nerviosa, se prepara para acudir a su primer trabajo.  Sí, a pesar de ser domingo, la han llamado para empezar la jornada laboral, pues siendo como es, una activa políglota, superó las pruebas con acierto; ya que habla correctamente, además de su lengua materna, el inglés, francés y algo de italiano.  Sin lugar a dudas, triunfará en la cafetería de postín donde ha sido contratada.
         Puesta a punto, Yurena sale a la calle, respira hondo, sube a su coche para dirigirse al curro y, justo cuando pone el motor en marcha, exclama para sí con agrado:
         –Desde luego, ¡hoy a a ser un gran día!