No parecía real lo que estaba sucediendo en la pequeña granja, aquella mañana
de mayo. Todo el mundo corría de un lado para otro, pendientes de los
preparativos para la feria del ganado, pues solían venir muchos familiares y a
la vez futuros compradores.
De pronto,
el pequeño Mario que, con sus nueve años no había visto nunca tanta gente junta, se quedó paralizado al ver a
una hermosa señora que llevaba de la mano a su pequeña, rubia y con grandes
ojos azules, que al verlo le preguntó
– ¿Cómo te llamas?.
Mario –respondió
el niño tímidamente.
–¡Yo soy Carla! –le indicó la niña, muy espabilada
–Te enseñaré la hermosa vaca que trajo mi padre para venderla.
El niño abrió los ojos de par en par al ver
tremendo animal mugiendo, y que al instante, se echó al suelo y se puso a
parir. Mario gritaba de alegría y susto al ver la bonita ternera que estaba
naciendo
– ¡Papá
papá! Quiero esa vaquilla para mí.
La niña, al escucharlo, llamó a su padre
apresurada
–Papá, este
señor quiere comprar la ternera.
Ambos
padres llegaron a un acuerdo siempre que pagara por adelantado.
Mario daba
saltos de alegría invitando a la niña a algodón de azúcar y ambos se fueron a
ver el resto de la feria. El niño pensaba ¡hoy es el día más feliz de mi vida!
y la niña a su vez pensaba ¡qué gran negocio ha hecho mi papá!.
A la mañana
siguiente Mario se levantó apresuradamente, atravesó el verde prado que
separaba la granja de los establos.
De pronto,
se quedó petrificado al ver que el recinto estaba vacío. Salió gritando hacia
la casa llamando a su padre y a Carla.
–¡¡Papá la vaca y el ternero han desaparecido!!.
Al salir,
su padre se dio cuenta del timo del que habían sido objeto. ¿Cómo explicarle al
niño que ya no había remedio?.
Ocho ferias
después, encontró a la niña rubia convertida en mujer pero afortunadamente para
Mario había aprendido bien la lección separando el corazón de los negocios.
Había
llegado el momento de pasar página.