Seña Clara, cada vez
que su marido enjilaba más vino del recomendado recibía…..¡una buena cuerada!
Que la dejaba engoruñada un buen rato –esto solo se sabía de puertas adentro-
ella aguantaba sin quejarse.
-Es lo que me ha
tocado y tengo que soportarlo. En el fondo no es malo, solo hay que llevarle la
corriente cuando entra en casa con la “pata izquierda”, se decía resignada.
El hijo mayor del
matrimonio, hacía tiempo que increpaba a su padre por lo que sucedía en la casa
a consecuencia de las borracheras; le advirtió, que de continuar con sus malos
hábitos, tomaría una determinación. El padre siempre repetía lo mismo:
-“Hijo te aseguro que no volverá a suceder”-.
Pero…, seguía
ocurriendo, cada vez con más frecuencia.
Cierto día Cho Pepe,
-el esposo de Seña Clara-, llegó de la cantina con una fuerte jumera, estaba…¡más
enfolinado que nunca!, no paraba de moverse, dar golpes, enfondar las sillas y
romper todo lo que encontraba a su paso y..., por supuesto, dio una violenta
tranquina a su esposa e insultó a sus hijos.
Al siguiente día del
hecho mencionado, el hijo primogénito, armándose de valor, quiso dar por
zanjadas las relaciones con su padre y, sensato, en tono grave, se lo comunicó
a su progenitor diciéndole:
-Señor, con respeto le
digo, que toda persona debe darse a respetar para ser respetado; usted se ha
saltado las normas y desaprovechado las oportunidades que le hemos dado para
rectificar. En vista de lo ocurrido anoche, le invito a que deje la casa, o si
prefiere, nos vamos nosotros. ¡Me
avergüenza tenerle como padre!.
El hombre escuchó sumiso
y expresó achicado:
-Soy yo quien debe
dejar el hogar, así se acabarán los problemas. Disculpa hijo, no tengo voluntad
para dejar de beber, el vino puede conmigo; me voy a vivir a la casa de mi
madre.
El muchacho hizo un
hatillo con las pertenencias de su padre y se las entregó exponiéndole:
-Si usted cambia algún
día, estamos todos de acuerdo en que tiene la puerta abierta, de lo contrario,
la puerta estará cerrada y….¡olvídese de nuestra existencia!.
El patriarca cogió el
matul, lo cargó sobre el hombro y, con la cabeza gacha, sumiso y sin volver la
vista atrás marchó a su nuevo destino.
Al cabo de unos años,
Cho Pepe falleció a causa de una cirrosis, asistido por su buena esposa durante
toda la enfermedad.