Esta
historia sucedió por los años cuarenta.
La protagonista tenía setenta cuando perdió la vista, seguramente debido
a cataratas, dado que en aquella época no gozaban del control médico del que
disponemos actualmente. Al quedar ciega,
sus manos y sus oídos eran su única orientación. Cuando sus nietos la visitaban, sabía quienes
eran tocándoles la cara o el pelo. Los
niños fingían no ser quien la abuela decía y la abrazaban riendo.
Pasado un
tiempo, la hija mayor enfermó y al cabo de unos meses murió. Los familiares temían el momento de
contárselo y querían evitarle esa pena.
Pero una persona ciega y encima madre, dispone de un sexto sentido. Lo supo enseguida y quiso estar con ella,
tocarla, ya que no podía verla. Las
otras hijas no pudieron retrasar el encuentro y la llevaron donde estaba la
difunta. Acercó sus manos temblorosas,
le tocó la cara y se estremeció al notar el frío de su piel. Cayó al suelo, inconsciente.
A los pocos
días de enterrar a su hija, la enterraron a ella. La gente de entonces decía que fue de la
impresión y del dolor, ahora dirían que fue de un infarto.