Será una tontada coger cariño a un paraguas,
pero yo se lo tengo. Es un paraguas
verde oscuro, plegable, seguro, pesado y, en la actualidad, hecho una piltrafa
debido al uso y al transcurrir de los años.
Lo obtuve de una forma poco habitual y algo romántica, al menos para mí.
Fue una tarde otoñal plomiza que presagiaba
lluvia. Pensé que llevaba mi paraguas en
el bolso y no me dio por comprobarlo.
Cuando comenzó la lluvia, caí en cuenta de mi error; lo había dejado en
otro bolso. Para evitar mojarme, entré
en una cafetería, pedí un zumo natural de naranja y comenté el olvido del
paraguas. Un joven que estaba en la
barra, me oyó y, enseguida, indicó que prestaba el suyo, que él vivía muy cerca
y no le hacía falta. En principio, le di
las gracias, renunciando a su oferta, pero el muchacho insiste y, al final,
admito su ofrecimiento. Quedé en que se
lo devolvería al día siguiente, en la misma cafetería.
Esa misma tarde, dejó de llover y, al regreso,
entré al establecimiento a dejar el paraguas.
El dueño me indicó que esperase un momento, que le muchacho le había
pedido que cuando se produjera mi llegada, le avisara. Al instante, apareció el chico. Me invitó a un cappuccino y me exteriorizó su
idea de que me quedara con su paraguas.
Yo, algo turbada, le dije que no, que bastante había hecho con
prestármelo. Entonces, me expresó su
deseo de acompañarme hasta casa. No pude
negarme. Durante el trayecto, hablamos
mucho, sobre todo de nosotros mismos.
Quedamos en volver a vernos el domingo siguiente. Él iría acompañado de su hermana para que nos
conociéramos y, así ocurrió. Su hermana
y yo simpatizamos al instante y se entabló una relación de amistad que aún
dura. El chico, años más tarde, se
convirtió en mi marido.
De estos hechos, han transcurrido cuarenta y
tantos años y, el paraguas continúa en nuestro hogar, maltrecho pero
apreciado. En dos ocasiones, mi hija lo
ha tirado a la basura y yo he vuelto a recogerlo. Es mi paraguas preferido y no pienso
abandonarlo.