Pertenezco a
una generación en la que la discriminación de la mujer empezaba dentro de la
propia familia. Nosotros éramos dos
hermanos, chica y chico, y aunque mis padres siempre estaban pendientes de que
estudiásemos, el primer revés importante que tuvimos en la familia, me afectó a
mí y no a él. En esto influyó también el
hecho de que yo tuviera dos años más y, en esas edades, dos años cuentan mucho.
Cuando
cumplí diez años y mi hermano ocho, mi madre enfermó del pulmón. En esa época, a todas las personas que
contraían esa enfermedad, se les ingresaba en el Hospital del Tórax, pero mi
padre quiso cuidarla en casa. La primera
medida que tomó, entre otras, fue que mi hermano y yo nos trasladáramos a la
casa de mis abuelos, que vivían en Fasnia.
Allí estuvimos seis meses y, en ese tiempo, mi madre se recuperó gracias
a los cuidados de mi padre, de mi abuela, que iba y venía, y de una señora que
contrataron para que estuviera fija con ella.
Fue en ese
tiempo que pasé en Fasnia cuando empecé a conocer y a enamorarme del campo. Al
regresar, habíamos crecido tanto, que yo aparentaba tener trece o catorce años.
La venta que
teníamos en casa llevaba cerrada todo ese tiempo y pronto, mi madre me dijo
-Yo me
siento en una silla para hablar con la gente y tú las vas atendiendo.
Así fue como
empezó mi vida laboral. Ya no volví por
las mañanas al colegio, iba solamente por las tardes noche. Estuve hasta los dieciocho años, que quise
cambiar y me presenté a una convocatoria que hizo Cáritas Diocesanas y di
comienzo a otra etapa de mi vida que, para no extenderme, les prometo contar en
el siguiente capítulo.