Fue
una gran mujer, dotada de fuerza, valentía, dulzura, comprensión, cariño, con
una mente abierta, adelantada a su tiempo; ofrecía otras virtudes, imposibles
de enumerar.
Fue
madre de nueve hijos; cinco chicas y cuatro chicos, que educó lo mejor que
pudo. Todos fueron personas de provecho,
dignos hijos de su madre. Ella fue
siempre el motor de su hogar, pues su esposo tenía un camión y trabajaba como
transportista de mercancías. Salía muy
temprano y regresaba por la noche. Un
hombre muy trabajador y el único que aportaba dinero para la economía familiar,
mientras sus hijos eran pequeños. Él falleció a los setenta y cuatro años,
después de haber estado en silla de ruedas –por parálisis –durante varios años.
Doña
Pepa, así se le conocía fuera del entorno familiar; dentro de su familia y
círculo de amistades más íntimo, era abuela Pepa. Fue una abuela cariñosa, complaciente, tierna
y compasiva. Sus nietos la
adoraban. Lo mismo ocurría con sus
yernos y nueras, a los que trataba como a sus hijos, a veces con más
tolerancia.
Esta
mujer excepcional era quien unía a la familia.
Su casa siempre estaba llena de gente, no solo de familiares sino de
amigos, vecinos y conocidos. Siempre
tenía la cafetera preparada para ponerla al fuego y agasajar a quien llegara, o
bien, una infusión de hierbas aromáticas –que le enviaban del sur -. De su casa no salía nadie sin haber tomado o
comido algo. Eran sus reglas.
Falleció
a los noventa años, silenciosamente. Una
tarde, después de merendar, se acostó a dormir y no despertó.
Esta
mujer, madre, abuela, consejera y amiga, puedo decir que ha dejado una estela
importante en muchas vidas. En mí, ha
dejado una huella indeleble. Fue una
persona entrañable y querida por todos.
Este
es mi humilde homenaje a esa gran mujer –abuela Pepa –mi querida suegra.