Mi padre, que había nacido en el
pueblo de Arafo, como la mayoría de los hombres de allí, era muy alto y
atractivo. Conoció a mi madre en Santa
Cruz y fue un gran flechazo; a los seis meses de noviazgo se casaron.
Un dia, mi madre, que estaba muy
tranquila en casa, recibió la visita de una buena vecina que, con la excusa de
pedirle algo que le faltaba para hacer la comida, no dudó en darle una noticia
que a mi madre le sentó fatal.
-Esta mañana he visto a su marido
en medio del puente Serrador, abrazado a una mujer joven y guapísima.
Pueden imaginar lo largas y
angustiosas que se le hicieron las horas a mi madre, hasta que mi padre entró
por la puerta con cara muy risueña y, sin percibir lo seria que ella estaba, le
dijo:
-Tengo que confesarte algo, hoy
he recibido una gran alegría. Iba yo tan
tranquilo por el puente Serrador cuando oí que me llamaban y antes de que yo
reaccionara, mi sobrina María, a la que hacía más de veinte años que no veía,
me abrazó muy contenta de verme. Sólo
hace una semana que ella, su marido y los niños, llegaron de Venezuela, donde
les fue muy bien. Han traído bastante
dinero y ya no se marcharán más. Mañana
vendrán todos a vernos.
Mi madre respiró profundamente y
le cambió el semblante.
Más tarde, cuando estábamos las
dos solas me dijo:
-No te olvides de lo que hoy ha
sucedido, de lo que te cuenten nunca creas nada y de lo que vean tus ojos, sólo
la mitad.