Terminábamos de cenar cuando escuchamos un extraño sonido
que provenía del patio. Quedamos
expectantes un instante. He dicho bien;
¡un instante!, porque avivadamente nuestras voces se entrecruzaron exponiendo
cada uno su idea acerca del ruido y de qué, o quién podía producirlo. Entre la algarabía, mis padres convinieron:
–Son cosas del viento, sacudió las hojas secas del
otoño. No hay porque alarmarse.
–Fue un cohete de la fiesta del barrio, cayó en el patio
como cada año. No pasa nada –farfulló entre
dientes mi tío.
–Es
inequívoco, ha sido la gata en busca de la tortuga para jugar con ella, que
movió las ramas de la madreselva. El
ruido fue tenue –afirmaron convencidos los abuelos.
Por último, yo, el pequeño de la casa, exclamó:
–¡Se equivocan todos!, ¡fue mi despertador! Lo dejé en el borde del macetón del limonero
con la alarma puesta; sabía que se escucharía en medio del mutismo de la cena y
propiciaría una velada divertida, no como de costumbre; siempre enmudecidas,
mirando al televisor mientras comen. ¡Si
parecen atontados! –y mostrando mi pícara y ancha sonrisa, añadí gritando– ¡He
dado en el clavo! ¿A qué sí? Ya pueden
irse preparando porque este es el comienzo de muchas y divertidas sobremesas.
El más joven de la casa sorprendió a todos, igual que tú a los lectores con este relato que nos invita a acabar con la tiranía de la televisión que nos roba momentos de charla y cercanía.
ResponderEliminarHay quien tiene un televisor en la cocina para no perderse nada, ¡pobres! no saben lo bien que se puede pasar hablando con los demás. Ellos se lo pierden.
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