La casa donde yo vivía
con mis padres hacía esquina y daba a dos calles. Una acera ancha la bordeaba por lo que
algunos niños vecinos la aprovechaban para jugar. Uno de ellos, de mi misma edad, diez o doce
años, cuando llegaba del colegio, solía coger su camión de vergas hecho por él
y dirigiéndolo con un pedazo de tubería que llevaba en las manos, se pasaba
horas jugando de un extremo a otro de la acerca. Yo, cuando oía el ruido, no salía; tenía
miedo a las bromas que después me gastaban algunas vecinas.
Cuando teníamos
dieciséis o diecisiete años, cambió de táctica y lo que hacía es que a la hora
del mediodía, que era cuando yo estaba en la Venta, él siempre tenía algo que
comprar. Un día, venció su timidez y me
invitó a ir al cine. Yo acepté pero, fue
muy aburrido porque no sabíamos de qué hablar.
Todo el tiempo lo pasamos comentando la película. Esa fue la única vez
que salimos ya que, como se dice ahora, entre nosotros no existía feeling.
Pasaron los años y
cogimos caminos diferentes, hasta que un dia –iba yo con mi marido y él con su
mujer –nos encontramos de frente. Nos
sonreímos y nos dijimos adiós. Mi marido
me preguntó que quién era; un chico que vivía cerca de mi casa, le
contesté. ¡Qué extraño!, la señora es
idéntica a ti, me comentó. Yo, que ya
tenía referencias de eso, puse cara de asombro y, encogiéndome de hombros, sin
darle mayor importancia, le dije:
-Pura coincidencia
Clarísimo que fue buena estrategia disimular y no dar mayor importancia a un asunto que no dejaba de ser meramente anecdótico en tu vida; no sé si en la del vecino lo sería. En todo caso, esta es una historia agridulce, con un fondo de vidas cruzadas tal, que, sin duda, merecía ser contada. Me ha encantado.
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