Cuando era pequeña, tuve
una amiguita. Éramos vecinas. Ella tenía un problema: se chupaba dos dedos,
¡no uno!; el pulgar como la mayoría de los niños. ¡No!, ella se chupaba los
dedos anular y corazón, mientras colocaba el índice sobre su nariz. Cuando
estábamos jugando en la calle, procuraba no hacerlo. Los tenía muy blancos y flacos y con un callo
en la mitad de los dedos, donde le llegaban los dientes.
Ella quería dejar esa
manía pero no podía hasta que, un día que estaba de visita en casa de una
vecina, ésta le restregó pimienta en los dedos.
La niña no creyó que aquello le impidiera meterse los dedos en la boca
pero, cuando lo hizo, empezó a llorar y a limpiarse la boca. Su madre se asustó, ¿qué te pasa?, le
preguntó. Cuando se lo contó, le lavó la
boca, le dio de tomar leche y no sé cuántas cosas más.
La vecina se disculpó,
advirtiéndole que ya ella era grande para hacer aquello. Pese a todo, mi amiga siguió chupándose los
dedos, estuvieran limpios o sucios. Por
esa razón, un día amaneció con la boca llena de llagas. No podía comer y mucho menos meterse los
dedos. Así estuvo varias semanas y…,
gracias a esa infección, esa vez sí se le quitó la manía.
Bendita infección que pudo vencer esa manía tan arraigada. A veces sólo con una experiencia límite, uno logra dejar a un lado conductas obsesivas que nos hacen daño. Este es un ejemplo. Buen trabajo.
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