Cuando
mis tres hijos mayores eran pequeñitos, una sobrinita de unos cinco años que vivía
al lado pasaba mucho tiempo en casa y, algunas veces, si me veía apurada, le
decía que se quedará unos pocos minutos con el bebé, mientras yo preparaba
algo.
Una
de esas veces, le comenté que tenía que bañarlo y, ocupada en algún asunto que
no recuerdo, de pronto caí en cuenta de que no la había escuchado por un buen
rato. Justo en ese momento, ella entró
en la cocina gritando
-¡Tita,
Tita! ¡Ya tienes preparado al niño para el baño!
Salí
corriendo hacia el cuarto del bebé y me quedé de una pieza al ver que mi
pequeña sobrinita había desnudado a un niño de pocos meses, ella solita.
Por
supuesto, le dije que no lo volviera a hacer, que era muy pequeñito y sus
huesos eran todavía blanditos y se podían romper.
Ella
se quedó callada. No le gustó mucho que
yo le llamara la atención pero se le quitó al momento y me dijo que no lo haría
más.
Anécdota familiar de las que quedan grabadas en la memoria, danzando entre la ternura, el cariño y una cierta dosis de miedo, como el que habrás vivido en ese corto espacio entre la cocina y el cuarto del bebé, hasta descubrir que no había pasado nada de qué preocuparse.
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