Aquel abanico llegó a mi vida el verano en que mis
tres hermanos nos regalaron, a mi hermana gemela y a mí, un abanico a cada
una. Eran muy bonitos, en color marrón,
formados por finas varillas que, agitadas con gracia, producían un refrescante
aire. Cuando finalizaba la estación
veraniega, nosotras los guardábamos, con mucho mimo, en una cajita de
cartón. Así, los abanicos descansaban
del ajetreo que les imponíamos cada vez que los movíamos en nuestras manos para
sentir el placentero fresquito.
A lo largo de los años, he compartido lo importante y
útil que resulta un abanico para las mujeres, pues además de lucirlo en la
estación veraniega, también sirve para combatir los sofocos que nos produce la
menopausia.
Un inesperado día, llegó a mis oídos una noticia algo
chocante. Ésta era que en los siglos
pasados, las damas de aquella época, para atraer la atención de los hombres,
ejecutaban una serie de atrevidos movimientos con sus respectivos
abanicos. Hoy en día, debido a la
expansión del aire acondicionado, ha quedado algo relegado, mas yo, estoy
convencida de que gracias a mi primer abanico, nació en mí la afición por
coleccionarlos.
Vaya, me ha gustado la historia de tu primer abanico, que dada su procedencia, estuvo destinado desde el principio a convertirse en uno de esos recuerdos esenciales que forman parte de lo que somos. Muy bien. Otro día nos cuentas algo asociado a tu descubrimiento de movimientos atrevidos con abanicos entre las damas de épocas pasadas. El tema se merece un cuento exclusivo para él.
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