Ana era una niña que cuando tenía 10 años, era bastante
tímida pues para ella todo estaba bueno.
Siendo la mayor de tres hermanas, su carácter era tranquilo, aunque todo
tiene un límite.
Ocurrió que en una ocasión, sus padres decidieron dar asilo
a un hombre que no tenía dónde quedarse.
Al principio, todo transcurrió dentro de la normalidad hasta que, al tercer día de estar este individuo en la casa, una noche el personaje en
cuestión entró en la habitación de las niñas y empezó a tocar las piernas de
Ana. Cuando ella percibió que algo
extraño estaba sucediendo, se movió enérgicamente y el hombre salió presuroso
de la habitación.
Ana esperó a que amaneciera, sin moverse. Le parecía que las horas no pasaban. En cuanto despuntó el día, corrió a
contárselo a su madre. Inmediatamente,
el hombre se marchó para no volver jamás.
Desde ese día, Ana aprendió una lección que siendo adulta
cumple a rajatabla: hay que tener mucho
cuidado con quién metes en tu casa.
Razón tiene la protagonista de tu relato, Elda. Toda precaución es poca para proteger la integridad de los hijos. Mi opinión a este respecto es que es preferible pasarse a veces que correr el riesgo de quedarse cortos.
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