Cuando era bebé, mi cabeza estaba pelona;
contaba un solo pelo. Mi madre colocaba
un lazo a este tieso pelo mediante un broche a presión. Transcurrido el tiempo, nacieron más cabellos;
eso sí, totalmente lacio, abundante pero lacio.
Mi mamá era una enamorada de los rizos
y las ondas, por ese motivo me llevaba a la peluquería para que me hicieran la
permanente. Aquello resultaba un
martirio, pues enrollaban el cabello mechón a mechón, en una especie de rulos
muy calientes; así quedaba el pelo rizado.
Pesaban una tonelada pero, yo permanecía calladita, sin rechistar porque
entendía que era mi deber sacrificarme para poder lucir una cabeza con sus
graciosos rizos, aunque mi testa sufriera lo indecible. Después de algún
tiempo, inventaron otro procedimiento más cómodo, más ligero de hacer el
moldeado. Por mi parte, cuando cumplí
los dieciocho años, decidí que no quería más rizos artificiales.
En la actualidad, sigo con el pelo
lacio y además canoso. Me gusta, me veo
bien, por eso no deseo teñirlo. Esta es
la historia de mi pelo que, por fin, vive como desea, libre de todo
convencionalismo.
Me gustó conocer la historia de tu pelo, Dolores. El párrafo final me invitó a reflexionar sobre la idea de que, tal vez, la historia de nuestro pelo sea el vivo reflejo de la historia de nuestro pensamiento, de cómo se va construyendo nuestra forma de posicionarnos ante la vida. Si así fuera, te veo viviendo como deseas, libre de todo convencionalismo, como tu pelo.
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