Cuando tenía
veinte años, hice mi primera comida. Les
adelanto que no me salió muy bien.
Cuando me casé,
en casa éramos seis y un día que mi suegra estaba enferma, yo tuve que hacer el
rancho para el almuerzo. En mi papel de
cocinera por primera vez, le pregunté a mi suegra qué cantidad de agua debía
ponerle, a lo que ella contestó que la que yo le pusiera estaría bien. Para que no se ofendiera mi madre, no me
atreví a preguntarle a ella, y aunque no muy convencida con la respuesta, yo
terminé el rancho como pude.
Cuando todos
llegaron a comer, aquel rancho estaba tan espeso que, aunque hubiera dado la
vuelta al caldero, aquello no se podía mover.
Los pobres comensales se comieron… eso… sin rechistar. Por lo menos estaba buena de sabor y las
cosas no estaban como para quedarse sin comer.
La próxima vez estaría mejor y lo estuvo, claro que sí.
Muy simpática anécdota, Elda. Seguro que más de una ha vivido una experiencia similar; cada quien a su manera. Como ocurre en todos los oficios, el de cocinera se va aprendiendo poco a poco, ensayo y error, error y ensayo, hasta que, un día, todos aplaudan el resultado
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