Cuando yo
nací, mi madre tenía diecinueve años y mi padre veintisiete. Me han contado que les colmé de alegría pero
que, durante los seis primeros meses de vida, fui un bebé llorón que no les
dejaba dormir.
Recuerdo
haber tenido una infancia feliz; nunca me faltó de nada, a pesar de haber
nacido en una época difícil –seguramente a la que estamos viviendo ahora, pero
con otro cariz, porque en ésta disponemos de muchas comodidades que antes no
existían–.
Como soy
hija única, siempre eché de menos un hermanito.
Resulta que la cigüeña perdió la dirección de casa y nunca volvió a
recordarla. Esto me decía mi madre
siempre que le preguntaba.
En cierta
ocasión, mamá fue a visitar a un recién nacido y me llevó con ella. Me preguntaron si quería llevármelo a casa y
quedármelo para siempre, porque ya tenían otros dos niños. Pueden imaginar mi alegría, ¡tener un
hermanito!. Acepté de buen grado. Al terminar la visita, yo quise llevarme a la
criatura pero, como estaba dormido, me comentaron que fuera a buscarlo al día
siguiente.
Llegado el
tan ansiado día siguiente, le comenté a mi madre que iba a recoger al niño
pero, ella me dijo que lo traería cuando volviera de visita. Por supuesto, no
quedé nada convencida porque sabía que mamá no hacía visitas frecuentes a esa
familia. Así que, marché rápidamente a
casa de mi amiga Macu y le conté lo ocurrido.
Ella me comprendió porque era la tercera de cinco hermanos y lo pasaba
muy bien con ellos, a pesar de que a veces se peleaba con los mayores, bueno ¡a
diario!, en realidad pero, no importaba.
Como yo no
regresaba a casa a la hora de costumbre, mi madre me fue a buscar al domicilio
de mi amiga pero, allí no estábamos ninguna de las dos. La madre de Macu le indicó que nos oyó hablar
de ir a buscar un bebé pero que ella no le dio importancia. Mi madre salió a buscarnos a todo correr y
nos localizó a unos quinientos metros de casa.
Entonces, me explicó que todo había sido una broma, que los niños no se
regalan como si fueran un juguete.
Regresé a casa llorando y mi amiga me dijo que le iba a preguntar a su
madre si podía prestarme a su hermana pequeña unos días.
En esa época
yo tenía cinco años y mucha ingenuidad.
Precioso relato que, a través del recuerdo de tu infancia, nos lleva con dulzura a la edad de la inocencia
ResponderEliminar¡Y QUE LO DIGAS! AHORA, CON TRES AÑITOS, SABEN MÁS QUE LOS RATONES COLORADOS,LO QUE ME PARECE ESTUPENDO.
ResponderEliminarMary soy Gael. Me ha gustado mucho tu cuento. Papá y mamá también dicen que yo soy robado, pero yo no me creo nada... Un beso
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