Yo confieso que este caso que voy
a relatar es cierto.
A mi abuelo lo trajeron de Güimar
siendo muy pequeño, a trabajar en la finca de Don Sixto Machado en el camino
viejo de Candelaria, hoy llamado Camino del Hierro. Los terrenos de aquel hacendado iban de mar a
cumbre, en medio de los cuales había una gran casona. Tenían muchos peones a su servicio para las
labores de cultivo, que faenaban de sol a sol.
Allí trabajó mi abuelo durante muchos años y con el tiempo, también un
hijo suyo; mi tío.
Mi tío no llevaba bien aquello de
trabajar para el amo. El sonar de una
gran campana que llamaba al trabajo lo crispaba. Odiaba aquel sonido que lo despertaba al
amanecer, para volver a repetirse al caer la noche, hora del descanso para
volver a lo mismo, jornada tras jornada.
Un buen día, desapareció la
campana y no hubo manera de encontrarla.
Algo después, mi tío le confesó a mi abuelo que había sido él y que se
la había vendido al cura del barrio del Perú.
Se llevó una buena tunda, pero la campana, hasta donde yo sé, está hoy
en día en la iglesia de La Cruz del Señor.
Una confesión deliciosa, por la historia que encierra –rico material narrativo –. He disfrutado mucho leyéndola. Muy bien, Candelaria.
ResponderEliminarSiempre en tu linea, el toque irónico, no falta nunca en tus escritos, tanto que sean dramáticos o cómicos.El relato es muy bueno. Felicidades.
ResponderEliminar