Por la tarde,
sentada en los escalones de mi casa, pensaba en un vestido especial, uno que
pudiera ponerme casi a diario. Luego, me
miraba en el espejo, como si lo estuviera estrenando, y me veía con mi lazo
azul marino y mis zapatitos negros relucientes y con sólo imaginarlo, ¡ya
estaba contenta!.
Así fue hasta
que llegó el primer día del curso y mi madre me vistió con el mismo uniforme y
los mismos zapatos, mientras me decía: ¡pareces una princesa!. Yo, con mi imaginación, me veía con mi
vestido especial, no importaba que fuera el viejo porque yo lo sentía nuevo
porque mi sueño ¡era tan real! como el optimismo de mi madre al compararme con
una princesa.
Dando rienda
suelta a la fantasía, me dirigí al colegio como la niña más feliz del mundo.
Un vestido especial lo era, sin duda, porque avivaba tu imaginación, tu fantasía y te llenaba de sueños e ilusión, tan especial como las palabras de una madre que sabe decir lo justo para que se obre el milagro.
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