Cuando la veía entrar por la puerta de los grandes almacenes,
siempre tan elegante, con su aire de distinción
innato, tan resuelta y decidida, me daba un vuelco el corazón y me latía
tan deprisa que parecía que me iba a saltar del pecho.
-¡Estoy enamorado de ella!, pero ¿cómo le digo que
la quiero?. No me atrevo a dirigirme a ella; sólo soy un empleado de unos
grandes almacenes.Yo imagino que ella vive en una mansión, llena de sirvientes
que le harán todo lo que pida, ¿cómo voy a aspirar a que se fije en mí,
entonces? –no paraba de decirme.
Hasta que, un día que estaba colocando ropa en los
estantes, oí una voz a mi espalda que me preguntaba si la podía atender. Cuando me di la vuelta, vi que era ella. Me quedé muy tembloroso porque no creía lo
que me estaba pasando. Ella me miraba y
yo la miraba a ella, como si estuviéramos en el cielo. Hablamos mucho rato, como si lo hubiéramos hecho
toda la vida. Ella me contó que todos
los días subía a la planta donde yo trabajaba, sólo para verme. Aprovechaba la hora del bocadillo. Hablamos
de todo, mientras mirábamos con el rabillo del ojo por si venía el
encargado. Me contó que trabajaba de
cajera en el supermercado del mismo almacén. ¡Y yo que creía que era una rica
heredera! ¡Qué distintas son las cosas a como nos la imaginamos!
Ahora, salimos todos los días y juntos somos muy
felices.
Sí, tal como dicen por ahí, a veces las apariencias engañan y tu relato habla muy claramente de eso, Luisa.
ResponderEliminarEstupenda narración, con final feliz, como tiene que ser.
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