Corrían los
años cincuenta cuando mis padres se mudaron a vivir al Puerto de La Cruz, en
Tenerife. Yo tenía entonces ocho años y
ante mí se abrió un abanico de cosas nuevas; unas buenas y otras no tanto.
Entre las
buenas, recuerdo el olor a mar. Mi madre
me mandaba a comprar el pescado que traían los barcos de pescadores y era
maravilloso contemplar el ir y venir de la gente cantando y silbando; costumbre
que hoy se ha perdido.
Uno de los
recuerdos que se me ha quedado grabado con más fuerza es lo que pasó en la casa
donde nos mudamos. En ella vivíamos, mis
padres, mi hermano y yo, y en la parte alta, una de las hijas del dueño, que
padecía de parálisis. Recién mudados,
pronto empezamos a escuchar, por las noches, unos ruidos muy extraños,
alrededor de la casa. Esta especie de crujidos
asustaban a todos y los vecinos, incluido mi padre, hacían guardia para descubrir
qué estaba pasando y cual era el origen de aquello. Yo, con mi corta edad, estaba aterrada y era
incapaz de atravesar el patio para ir a la cocina pues me parecía que me iban a
saltar encima. Tan preocupada me tenía
aquella situación que hablé con mi padre sobre el miedo tan grande que
sufría. Después de escucharme, me
respondió que aquel miedo lo tenía que solucionar yo sola, hazlo y después me
cuentas, me dijo. Entonces, yo cogí una
chaqueta, me la puse entre los brazos y empecé a caminar a través del
patio. Primero, despacio, apretando la
chaqueta como si de un amuleto se tratara.
Después, corriendo. En eso
estaba, cuando mi madre se asomó y al verme así, me preguntó
-¿Qué haces,
nena?
-Mamá, estoy
paseando al miedo- le respondí yo.
Mi madre, al
escuchar mi respuesta, se echó a reír y llamó a mi padre para contárselo y él,
mirándome me dijo:
-¿Ves? Ya lo
solucionaste. Tanto lo paseaste que lo
asustaste y se fue. ¡Ya no tendrás más miedo!.
Algo
después, supimos que aquel ruido lo hacía el hermano de la chica inválida que
vivía en lo alto. Todo con el propósito
de asustarla para que dejara la casa; por un tema de herencia.
Recuerdo que
cuando nos enteramos estábamos en Carnaval y mis padres fueron a celebrarlo a
la Plaza del Charco. Bailaron la
raspa. Me parece que los estoy viendo
bailar al son de una canción de Antonio Machín; Dos Gardenias.
Fueron
buenos tiempos aunque no todo era fiesta.
También había hambre y la gente vivía en unos salones que habían hecho
frente al muelle y se alimentaban de plátanos guisados. Cuando descubrí este hecho, fue uno de los
días más tristes de mi niñez.
Hoy sé que
en otros países todavía existen este tipo de salones, donde el hambre tapa la
razón y la injusticia tapa la cordura.
¿Dónde pasear este miedo?.
Una historia realmente bonita, profunda, con trasfondo
ResponderEliminaruna historia muy emotiva ,muy bonito Elvira
ResponderEliminarYa sabes que admiro tu trabajo. Tienes un don especial para plasmar lo que quieras en tus relatos. Cada escrito tuyo lo releo y, cada vez me parece mejor. Muchas felicidades.
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