Frente a mi casa hay una plaza llamada de los
Sabandeños. En ella hay quioscos,
jardines y en ella pasamos ratos de ocio.
Allí habitaba también un buzón amarillo llamado Crispín, a quien le
encantaba curiosear en las intimidades de los vecinos. Cada vez que alguien le echaba una carta,
corría a leerla. ¿Qué le pasó? Como ya los vecinos conocían su mala costumbre,
una señora pensó darle un escarmiento.
Hizo ver que le llevaba una carta, pero sólo era un papel muy sucio, muy
cochino y no lo introdujo totalmente en el buzón, sino que lo dejó a
medias. Cuando el curioso vio aquello no
tuvo más remedio que arrepentirse de su malsana curiosidad y, al fin,
comprendió que aquel era un hábito muy feo.
Como Crispín, existen algunos curiosos a quienes les encanta
saberlo todo. Hace unos días, yo puse
una carta para La Palma que contenía unas estampitas con oraciones para unas
primas que están en una residencia para ancianos, para que con ellas se
entretuvieran un rato. Fui a llevarla al
buzón, creyendo que todavía conservaba su mala costumbre de fisgonear, pero de
eso nada, levantó su tapita y se quedó tranquilito sin hacer nada más. Me dio mucha alegría comprender que ya había
aprendido la lección.
¡Gracias, buzón amarillo, que Dios te conserve ahí por mucho
tiempo, para dar ejemplo a los demás!
Relato con moraleja, el buzón aprendió la lección y supo corregir la mala costumbre de curiosear en lo ajeno; hábito que -como a Crispín- tarde o temprano nos puede jugar malas pasadas.
ResponderEliminarEl morbo nunca acabará, eso de curiosear lo hacemos a veces por diversión y no para hacer daño a nadie pero..., ese buzón -arrepentido- era un cotilla de mucho cuidado. Tu lección fue justa.
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