Un día del mes de
junio, mi marido me dijo:
-Te vas al pueblo con los niños.
Me horroricé.
- ¿Qué hago yo con mis
niños todo un verano en un pueblo que no conozco?
Llegué la víspera de
San Juan, con las hogueras, las papas asadas y los saltos. Para mis niños fue
una gran fiesta, algo desconocido. Tan desconocido que a la niña, las vacas le
parecían un juguete precioso –porque caminaban-. Venía de la ciudad y, lo que
conocía, era un perro, o un gato. Pero, la más asombrada era yo; había
retrocedido como treinta años. Solo había luz eléctrica de seis de la mañana a
nueve de la noche. El caso es que, según pasaban los días, me iba enamorando de
aquel pueblo tan singular. Para mis hijos era el paraíso. Las gentes eran muy
felices, lo reflejaban en su semblante. Saludaban ¡con tanto cariño!
Los niños todo el día
jugando por el pueblo, no regresaban ni
para comer, lo hacían en cualquier casa del lugar; yo sentía vergüenza, pero…,
allí era normal.
Uno de esos días, mi
hijo me dijo:
-Mami, báñame que
tengo prisa.
Era sábado y pensé que sería para ir a misa,
le fui a dar unas monedas y me miró con sus expresivos y grandes ojos
abriéndolos mucho y, me expuso :
-Tú no sabes que a las tres, van a hacer lo de
la carne, yo no me lo quiero perder.
- ¿Cómo dices?,
pregunté.
No obtuve respuesta.
Se escabulló y se marchó a todo correr. Como no entendí nada, me quedé pensando
en lo que me había dicho y me dio por salir tras él. Pregunté a la primera
persona que vi, si había visto a mi hijo, me contestó que estaba en casa del
matarife y allí me fui yo. Encontré al niño sentado en el suelo, en primera
fila, mirando con mucha atención como mataban a una oveja. Al ver el panorama,
me marché, salí con el estómago revuelto. Luego me enteré que la carne la
vendían a la salida de la misa.
Los domingos, en el
casino del pueblo, proyectaban una película en blanco y negro; antes, el nodo,
con las noticias de los años sesenta. Me traía recuerdos de mi infancia que fue
muy entrañable. Algunos domingos había lucha canaria, enseguida me aficioné; hasta
aprendí, lo que es un gancho y una pardela.
Colaboré con la
juventud en los preparativos de las fiestas, aporté nuevas ideas, traídas de la
ciudad.
Aprecié lo que significa
ser ahorradora, en todos los sentidos, -no sólo en el monetario-, aprendí a
hacer dulces y postres y, sobre todo, a renunciar al egoísmo, a dar amor
desinteresado y ver la vida de una forma diferente.
Por todo lo expuesto,
doy las gracias a los habitantes de la aldea y, bendigo el verano en que
llegamos al pueblo de la felicidad.
Relato nacido de las propias vivencias, que rezuma dulzura y cariño por ese pueblo de la felicidad y sus gentes. Al saber que se trata de un pueblo de mi isla; Sabinosa, me ha ilusionado.
ResponderEliminarMe gusta mucho como pones al descubierto esas vivencias tan especiales de tu vida .El gran cariño que recibiste de los habitantes de ese pueblo maravilloso y también tu entrega y amor por todos, eso dice mucho y bueno de ti.
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