Los vecinos de aquel
pueblo estaban hartos de las gamberradas de ese chico, llamado Julián. Se
peleaba con los otros niños, les escondía las mochilas, pinchaba las ruedas de
los coches, no paraba de hacer golferías.
El muchacho traía de cabeza a los maestros; no se portaba bien en clase y
todos se preguntaban por qué Julián era
tan malo. En cambio, con su abuela, Julián era muy bueno. Le
hacía los mandados, le ayudaba en la casa; aunque en la calle fuera un
diablillo.
Un día, fue de
excursión con los niños de su clase y los profesores. Los llevaron al monte,
cerca de un rio ¡era un paisaje muy bonito! Y se lo estaban pasando muy bien,
pese a que les indicaron que no se acercaran al río.
Cuando estaban
comiendo, Julián empezó a armarla, como siempre. Tiraba migas de pan o semillas
de los árboles a los compañeros.
De repente, a lo lejos,
se oyó un grito pidiendo ayuda. Los profesores salieron corriendo, los gritos
venían de la zona del río.
Vieron, con horror,
que uno de los niños había caído al agua y se estaba ahogando. Julián no se lo
pensó dos veces, se lanzó al agua, nadó donde estaba el niño, lo cogió por la camisa
y se dirigió a la orilla; llegó extenuado donde le esperaban. Todos aplaudieron
su heroísmo.
Los profesores se
quedaron asombrados de su valentía ¡pero si es un niño bueno! –dijo su
profesora-¿Cómo puede ser malo, un chico que arriesga su vida por ayudar a otro?
Lo que nos relatas viene a confirmar aquello que dice que ni los buenos son tan buenos, ni los malos tan malos, pero sobre todo nos habla del hecho de que cuando a uno le cuelgan un San Benito, es difícil quitárselo de encima
ResponderEliminarA veces confundimos a los niños traviesos con la maldad pero, aquí queda reflejado que ese pequeño tenía un gran corazón.
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