Han pasado algunos años y, a pesar de ello, aún se
reciente de lo vivido. Feliciana lleva
viuda una década pero no importa el tiempo transcurrido, ella no olvida los
gritos, los insultos, el maltrato psicológico y, para más inri, el que él le
quitara la herencia de sus padres.
-Como siempre, no he dormido casi nada, pensando en
ese desgraciado –le confiesa a su hermana Patro.
-¡Pero, mujer! que está muerto, déjalo descansar ya.
-¡Si no puedo! A ese hijo de la Gran Bretaña lo
odiaré mientras viva.
-¡Por Dios!, acuérdate lo que pasó cuando fuiste al
cuarto donde apareció muerto, aquello que sentiste… - le recomienda Patro.
-No me lo recuerdes, que sentí un frío que me erizo
la piel y salí corriendo de allí.
-Sí y yo te dije que rezáramos para que descansara
en paz.
-¡De eso nada, lo odio!
Patro ya no aguanta más. Y no piensa volver.
-¡Me voy!
Y se largó, dejándola con toda la angustia que se
desprendía de sus recuerdos y con
aquella rabia, el resto de sus días.
No me extraña que Patro se marchara. Me parece a mi que el odio y el rencor son sentimientos negativos que sólo hacen daño a quien los siente. Buen trabajo, Caya.
ResponderEliminarDe buena se libró Feliciana con la muerte de su cónyuge. Ahora debe pensar que puede vivir en paz y no remover el pasado. Tu imaginación no tiene límites; me encanta como escribes y más aún como lees, esa entonación tan peculiar que das a los relatos los hace muy creíbles.
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