Cierto día tuve la ocasión de encontrarme con una
señora que se llamaba Rosa María.
Empezamos a contarnos algo de nuestras vidas o, mejor dicho, de nuestras
penas; ellas las suyas y yo las mías.
Me parece que, aunque ella no me lo dijo, Rosa María
podía tener unos cuarenta años. Me comentó
que tenía un sótano donde escondía muchas memorias y ocultaba un dolor que,
aunque muchos creyeran que se había ido para no volver, allí estaba bien
guardado.
Yo pensaba en como sería aquel sótano y tantas
vueltas le di que enseguida caí en cuenta de que yo también tenía uno; mi
corazón. Ese es mi sótano, el que me
habla, el que me escucha, el que me ayuda a llevar todas mis penas, el que me
da consuelo…
Esta señora me sigue contando:
-Yo tengo dos gatos que me hacen compañía y me dan
cariño. Cuando yo salgo alguna tarde,
ellos me despiden desde el balcón. Lo
hacen con tristeza. Nos miramos con pena
porque a veces empieza a llover y hace frío.
A ellos solo les importó yo, no quieren que me moje.
Un vecino suyo la
critica por su forma de ser, pero a ella no le importa y yo coincido con
ella. A ese narrador que todo lo ve y
todo lo sabe, mejor le vendría acostarse a dormir, pues es un peligro entre
nosotras.
Mandar a dormir al narrador omnisciente me parece genial. ¿A quién le importa el dolor ajeno ni como son los sótanos donde escondemos nuestras tristezas?
ResponderEliminarTu sótano es tan importante como el que tenemos todas, unas más oculto que otras.Los cotillas siempre existirán, no queramos privarles de su imaginación irreal ,que ha ratos les hace felices.
ResponderEliminar